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Felipe Becerra Calderón

 

Las risas

Ascendí o descendí a la humedad que se abulta en un nenúfar. Era un jardín vasto, cuyos bordes mis ojos se jactaban de ignorar, y mi estatura apenas sobrepasaba las corolas de esas flores hinchadas. Parecía que las flores fueran a estallar, liberando de su corazón un néctar bello como sangre dorada. Pero nunca estallaban, y yo al avanzar entre ellas palpaba en mis mejillas su lengua tibia. Las flores me lamían. Yo caminaba. Su baba era blanca y tenía el sabor de las costras. Yo caminaba en busca de algo que se me borraba en cuanto lo veía. Era un animal, pero era un animal recién nacido, sin plumas, sin piel, sin melena. Me acercaba a su rostro, lo tenía cerca y la visión se me empañaba. Nieblas mojadas, atardecía. Unas risas enanas, microscópicas, empezaron a brotar desde la tierra de hoja. Se enroscaban en los tallos como guirnaldas brillantes. Ascendían hasta mi oreja y en ese espiral hundían lancetas, aguijones, pinchaban la piel de mis pies. Eran los cardos. Eran unos cardos divertidos que tocaban guitarritas agudas, pero cuando yo entre las flores buscaba el animal, ellos dejaban salir sus risillas burlescas. Cambiaba de posición, intentando alcanzarlo desde un nuevo punto, ver sus cachos, la curva de sus belfos, el signo tatuado en su vientre. Pero el rostro vibraba hasta empañarme los ojos, desaparecía, y al instante las risillas de los cardos se agitaban como cascabeles, llenándome los pies de aguijones. Así los cardos me derrumbaron. Caí de espaldas sobre la tierra húmeda, el humus, y sobre mi pecho los cardos brincaban, hacían piruetas ridículas y muecas entre sus risas de búho. Picoteaban mis tetillas, mi ombligo, los bordes de mi oreja. Tumbado como estaba yo miraba el cielo oscurecido. Intuía el animal muy cerca, oía casi su jadeo, pero no podía torcer mi cabeza entre la multitud de cardos. Entonces lloré. Sin quedarme dormido sentí que despertaba y mi cara la había bañado el rocío. Era de noche. Lo primero que vi fueron los tallos a mi alrededor, rodeándome huesudos, alargados como palmeras. Luego se abrieron las hojas oscuras, moteadas de burbujas tristes, chisporrotearon las espinas con sus giros, multiplicándose en unas geometrías que lograban embobar a los cardos y, por último, las flores, allá arriba, lejos, en la leche de las estrellas. Mis dedos se hundieron en la tierra mojada hasta echar unas raíces, un pelillo fino, hilachas que se chorrearon a la velocidad de los rayos. Un cardo comenzó a crecer en mi tetilla izquierda; en la derecha me creció una rosa celeste. Callampas brotaron de mis mejillas y mis labios se desplazaron lentos y viscosos: eran dos babosas. ¿Qué era yo en la humedad de la noche? Los bichos crepitaron para encender pequeñas luces. El animal entonces me lamió la oreja. Yo sentí cómo él se dormía en el musgo, mi pecho. Y no lo quise ver. Me bastaba mirar las estrellas temblando. 

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