
Sebastián Antezana
Ante la ley


Tras el resquicio, tras la puerta entreabierta, la madre está echada en cama. Tiene los ojos cerrados y el pelo desarreglado. Está dormida y todavía vestida, como una niña que ha caído exhausta. Es todavía joven, todavía frágil, pero ni siquiera durante el sueño parece abandonarla cierto aire rudimentario. La madre es una madre práctica. Sale poco, generalmente a hacer las compras, y durante el día se dedica a limpiar la casa, a preparar la ropa y los enseres del hijo, a hablar con amigos, a extrañar al padre. Pese a que durante el día se dedica también a extrañar al padre la madre es una madre práctica, ya que encuentra en ese sistemático acto de echarlo en falta una actividad a la que dedica las horas del día que no están destinadas a la limpieza, a la cocina, a preparar los enseres del hijo o a hablar con amigos. La madre es una madre práctica porque si no extrañara al padre no tendría nada que hacer durante esas horas ociosas y, entonces, si no hiciera nada durante esas horas, dejaría de ser una madre práctica y sería una madre ociosa.
Pero hay algo más. Tras la puerta que ha dejado entreabierta y dormida de cualquier manera sobre la cama, la madre es una madre torpe. No tiene ni la voluntad –esa categoría impuesta por el ímpetu de la vida moderna que se opone diametralmente al instinto– ni la capacidad para hacer las cosas bien. Así, los intentos de limpieza no consiguen eliminar la suciedad, los esfuerzos en la cocina son muchas veces vanos. Cuando sale a la calle, feliz, de cuerpo suelto, sin notar el tráfico, el único pez en el mar diáfano de la ciudad, no es extraño que reciba gritos de algún conductor que acaba de frenar para no atropellarla o que termine de rodillas tras haber tropezado en alguna acera. Hay algo profundamente infantil en ella, algo que parece contradecir el papel de madre, una dinámica de desatención y falta de interés que consigue crear en la casa una atmósfera de constante peligro. De peligro o de amenaza, como si un vaso de vidrio estuviera a punto de caer al piso cada vez que entra o sale de algún cuarto.
La madre no está sola en la casa. El hijo es un chico esquelético y ardoroso que apenas ha dejado de ser niño, que durante el día sale a hacer la revolución y vuelve a casa durante la noche, se da un baño para quitarse la mugre acumulada y cena animadamente. El hijo no extraña al padre. No tiene tiempo ni ganas para hacerlo. Todo en él está concentrado en una tarea específica: hacer la revolución, derrocar al gobierno. Pero la suya es una lucha perdida, una batalla que sabe vana, incluso vergonzosa. Por lo general, las conversaciones que mantiene con la madre durante la cena siguen una misma trayectoria: pasan de comentar elogiosamente la comida que tienen frente a ellos a discutir las actividades del hijo, luego las de la madre y finalmente se estancan en esa zona neutra y desesperante que constituye la coyuntura en que viven, el estado de las cosas. Hace mucho que la ciudad en que viven es sólo la ciudad, que sus habitantes son los ciudadanos y que el gobierno de turno ha dejado de serlo para convertirse en el Estado, esa figura abstracta e inflexible que nunca encarna en un individuo o un grupo de personas. Las nociones de particularidad, de identidad, se han perdido y en su lugar campean la indefinición, la repetición de patrones carentes de significado, el lento girar de las ruedas de un sistema que no tiene ningún norte, que no parece conducir a ninguna parte.
Alguna mañana, antes de salir a hacer la revolución, el hijo lava los platos y tira los restos de comida. Entonces, si se fija en el basurero en lugar de simplemente reproducir una acción mecánica, puede ver, entre las cáscaras de fruta, toallas higiénicas manchadas de sangre. El hijo siente que vive atrapado bajo el agua, que transcurre los días en una caverna submarina y que está obligado a soportar la alta presión, la fuerza de diez atmósferas que lo asfixian, lo uniformizan, lo vuelven parte de la norma. En este panorama, el único gesto político posible es el ahogamiento o la emisión de burbujitas de aire vacías de significado. Por eso, para tratar de ascender a la superficie o de quitarse el lastre que lo mantiene sumergido, el hijo dice que hace la revolución.
Pero la revolución no es verdadera. Como a pesar de todo su poder el Estado necesita cierto nivel de aprobación pública, como necesita disfrazarse y ser considerado un régimen benevolente, organiza y financia en secreto grupos de hombres y mujeres jóvenes para que vayan a protestar a las puertas de sus ministerios, armados de pancartas y petardos. Cuando esto sucede, cuando es claro para todos que las protestas no son reprimidas por las fuerzas del orden y las demandas de los revolucionarios son escuchadas por los ministros que salen a oírlas a los balcones, entonces el Estado brilla, es magnánimo ante los ojos de los ciudadanos y se mantiene. La revolución es una reunión diaria de actores que hacen la pantomima de arremeter contra una fuerza que no tiene ojos ni oídos y que al orquestar y financiar esa actividad, que sólo pretende desestabilizarla, no hace sino confundirlos, extrañarlos, prolongar indefinidamente la situación. ¿De qué está hecha la revolución?, piensa el hijo. Burbujitas, burbujitas de ahogados al aire libre.
El hijo es un ciudadano horizontal. Cierra los ojos frente a las toallas higiénicas manchadas, deja la casa temprano todas las mañanas y va a instalarse junto con sus compañeros a las puertas de los ministerios. Por supuesto, las fuerzas del orden no salen a detenerlo, no salen ni siquiera a tratar de mantener el orden, de modo que pasa allí la mayor parte del día, entre cánticos y pancartas, de pie frente al poder magnífico e inmutable que lo gobierna y pidiendo su inmediata revocación, una vuelta de tablero, ante la mirada agradecida de los ciudadanos que sienten que lo que dice es justo. El hijo se pasa la vida en una ininterrumpida representación, contratado como actor permanente, impotente entre las fuerzas incomprensibles de la historia. No hay nada que hacer, el tumulto enmascara el sonido de los corazones que se quiebran. Nunca se atreve a confesarle esto a la madre.
La vida del hijo –la línea argumental marcada para él– es rutinaria: durante el día se para invariablemente a gritar frente a la puerta de los ministerios y durante las noches, algunas veces al volver a casa, después del baño, de la cena y de la plática, se para frente a la puerta del cuarto de la madre, ante la ley. El hijo lo hace porque a veces, tras un largo día de trabajo e incomodidad, la madre olvida cerrar del todo la puerta de su dormitorio. Entra a su cuarto exhausta, la empuja sin la fuerza suficiente e inadvertidamente la deja entreabierta. Éste es por lo general el momento del día en que se dedica a extrañar al padre. Muchas son las noches en las que llora suavemente y se pregunta qué habrá sido de él, mientras sobre la ciudad cae, como una roca prehistórica, un manto de silencio. Muchas son las noches en que suspira y lanza pequeños gritos que se extinguen enseguida en el silencio acuático de la habitación. Y, algunas veces, cuando echar de menos al padre alcanza un punto particular, cuando recuerda un episodio específico de su vida en común, la madre cae en un éxtasis sexual súbito, adolescente. Y como es una madre práctica no duda mucho y comienza a masturbarse. Pero como es también una madre torpe lo hace y a veces olvida cerrar del todo la puerta de su cuarto.
La primera vez que el hijo la descubre siente que los pulmones se le llenan de agua. La mira moverse como una víbora por la rendija de la puerta y no logra entender qué pasa. Atina sólo a avergonzarse, a abrir y cerrar los ojos muy rápido y con fuerza –como tratando de borrar a base de parpadeos eso que amenaza peligrosamente con convertirse en trauma–, a alejarse. Durante los meses siguientes el episodio se repite en más o menos el mismo tono. El hijo vuelve a casa después de hacer la revolución y en tres o cuatro ocasiones, tras el baño y la cena, descubre a la madre masturbándose. La ve meterse los dedos índice y medio en la vagina y luego frotársela de arriba abajo con toda la mano. La ve y se siente mal, solo, cercano al ahogo. Piensa que, de alguna forma, lo que ve es culpa suya y que entre él y la madre el sexo debe ser un territorio minado. Siente, además, que ninguno de sus compañeros de revolución pasa por algo similar, por lo que considera la masturbación como un gesto de excesiva individualidad, un desafío al régimen. Y sabe, por último, que nadie es individuo frente al Estado, por lo que esas noches frente a la puerta entreabierta de la madre, mientras cierra y abre los ojos ardorosamente, intuye un principio de fatalidad.
Ese es el inicio. Los primeros meses son horizontalidad, un transcurso lento y presurizado, un vértigo agazapado y sigiloso que no consigue concretar nada. Después, con el tiempo algo se afloja y el hijo comienza a cambiar de idea, empieza a ver la masturbación como una apuesta consciente, un gesto subversivo frente al que –él, que no es sino un hombre a punto de ahogarse– se siente admirado. Tanto así que en algunas ocasiones llega a esperar con ansiedad esos momentos de torpeza, cuando la madre, otra vez, olvida cerrar del todo la puerta de su cuarto y se dedica a extrañar al padre metiéndose los dedos en la vagina. Finalmente, tras uno o dos años, la masturbación, como todo lo demás, se va normalizando, va transformándose en uno más de los hilos que conforman n manipulados?- madre.dad a la madre.titiritero, nos la mismate a convertirsepuel entramado de la realidad, la corriente que forma esa caverna submarina que es el mundo. Durante ese periodo el pensamiento político de la madre se expresa mediante la torpeza, la inconsciente lucha interna, el autosabotaje. Domesticado, el hijo consigue emitir cada vez burbujitas más grandes, llenas de aire y vacías de significado.
Las cosas continúan de la misma forma por un largo periodo. Lo que comienza como ofensa y transgresión pasa a ser estética revolucionaria y termina por convertirse en cotidianidad. El hijo puede sentir cómo los infinitos tentáculos del Estado, sobrepasando calles, puertas y paredes, mueven los dedos de la madre como un titiritero. Lo que comienza como alerta termina como un proceso de adiestramiento, la herida y el cuchillo son la misma cosa. En el mundo no pasa mucho más. No pasa mucho más en el mundo. La revolución no es un espíritu perfecto, una cosa uniforme, intocada por la razón y pura como la fe. La revolución, incluso cuando es manipulada y gestada por una fuerza invisible, e incluso cuando se enciende espontáneamente como una cerilla en mitad de la noche, es la imperfección de la forma. La revolución es la sexualidad. Este es el día a día, esta es la normalidad. Esta es la pantomima que no cesa, que no amaina y se hace porque se impone hacerla. Y este es también el destino, el sino perverso que los espera a todos. Frente a él, la única salida posible es la revolución verdadera. Las burbujas deben llenarse de algo más que de aire.
Así pasan varios años.
Una ocasión, durante una noche húmeda, las cosas se exacerban. El hijo ya ha crecido y esa noche al llegar a casa reconoce el código simbólico de siempre, aquello que supera la conciencia y muta en rito, en ceremonia, la cena, la charla, los buenas noches y la puerta entreabierta. Con pasos silenciosos, como ingresando de puntitas a un paisaje interior, se dirige al dormitorio de la madre y la escucha respirar. Con los párpados entrecerrados la observa empezar el antiguo ritual a la luz de la luna, ya envejecida, pálida, ligera, al límite de su propia invisibilidad. Y entonces, después de tantos años, lo asalta un relámpago de lucidez. ¿Por qué deja la puerta entreabierta? ¿Cómo es posible que no se dé cuenta del error? ¿O acaso se trata de algo más? ¿Acaso la torpeza es disfraz de una sugerencia, una invitación? La madre está allí, del otro lado, y él, ante la puerta, la ve moverse ondulante, brillante como la plata, la oye resoplar, nadar entre las sábanas blancas, la ve y es una sirena monstruosa llamándolo desde el fondo del mar. Entonces el hijo comprende lo que debe hacer, comprende cuál es la única opción posible. No espera mucho más. Da un suspiro y se abre la bragueta, apenas conteniendo el pene erecto. Pero en el último momento duda.
Esa noche no consigue dormir hasta que, al amanecer, con las primeras luces blancas, lo invade una extraña sensación de derrota que acepta pacíficamente como su nueva normalidad.
Al día siguiente, en medio de un desayuno tardío, la madre sonríe y mira al hijo con ternura. Nota que ha crecido mucho, que se ha hecho fuerte, que ya es un hombre. Sabe que es sólo cuestión de tiempo para que una noche lo sienta junto a ella, para que la revolución finalmente ocurra. Tras limpiar la mesa lo observa alistar una larga tela roja en la que está pintada una consigna y prepararse para marcharse, así que anuncia que ella también va a salir, que tiene que hacer la compra para la cena de esa noche. El hijo asiente, sonríe y se despide, y tras salir de la casa, mientras camina calle abajo, antes de irse definitivamente a hacer la revolución, se vuelve a verla. Allí está ella, la madre, la madre práctica y algo torpe. Siente que la quiere mucho y nota en el pecho un vacío inesperado y doloroso, algo parecido a la asfixia, a la necesidad imperiosa de aire. Allí está, piensa, algo marchita aunque todavía ella misma. Allí está. Camina sosteniendo la bolsa de las compras en medio de un grupo de gente y pese a todo se ve linda, como un pequeño pez brillante nadando en aguas oscuras. Allí está. Se mueve sola entre el tumulto. El hijo la ve. Ella es la madre. Es la madre sola y ocupada, anodina y excepcional. Es la madre que conoce bien su lugar en la casa, que se preocupa por el hijo y que va a hacer la compra como todos los días. Es la madre que volverá para preparar la cena de esa noche. Es la madre que tendrá listos sus enseres. Es la madre que seguirá extrañando al padre para siempre. Es la madre que avanza entre el gentío y que camina rápidamente, sin ver, que trastabilla, tropieza y cae de rodillas en medio de la calle, en el fondo del mar, mientras el hijo es envuelto en una estela de burbujitas resplandecientes, burbujas henchidas de aire puro que ascienden lentamente y se rompen al tocar la superficie.